Comencé octubre con este fantástico cuento de Quim Monzó. Y ¿cómo no iba a mostrarlo?
Bon appétit.
SOBRE LA VOLUBILIDAD DEL ESPÍRITU HUMANO
Claro que de pequeño había comido letras en la sopa, pero comerse una A recortada en papel blanco le produjo una sensación desconcertante. Había recortado la A con cuidado, poco a poco, con unas tijeras enormes, mientras observaba, aburrido, la tarde que caía más allá de los ventanales de la terraza. Era una de esas tardes tristes en que no sabéis qué hacer y os encontráis aferrándoos a la pequeña rutina de regar las plantas, quitar el polvo a los libros de la estantería más alta, cortaros las uñas, hasta que en la mano no os quedan más que las tijeras, complacidas en recortar formas sin sentido, y una de las formas adopta, porque sí, la forma de una A, y ahora se la comía codiciosamente, como si probase un plato sublime. Cuando hubo acabado la A, recortó una B; luego una C, y una D, y se las tragaba cada vez con más gusto. Cuando la noche fue ya una rebanada negra empezó a formar palabras cortas -TE, SE, PAN, DOS, CASA, ]UAN- que se comía con deleite. Dos días más tarde descubrió que ya no le hacía falta comer otras cosas, que con las letras le bastaba para alimentarse. No le hacía falta ni fruta ni leche ni carne ni legumbres ni pescado. Los alimentos convencionales le dejaban cada vez más indiferente y, dos semanas más tarde, empezó a notar que más bien le repugnaban. También empezó a saber distinguir unas letras de las otras, no tanto las sustancias de que estaban hechas (eso no tenía importancia: bien pronto se dio cuenta de que este detalle no influía en absoluto en el grado de nutrición ni en el sabor) como los diferentes tipos, cuerpos y variantes. Así, descubrió que las sans serif eran más digestivas que las avec serif; que, de éstas, la égyptienne era la más pesada, tanto que, comida antes de dormir, producía insomnio o pesadillas estremecedoras. La experiencia le hizo darse cuenta de que la letra inglesa era buena para combatir el estreñimiento, la helvética demigras inmejorable contra la hepatitis y la futura medium contra la taquicardia. Para hacerla más digerible, si alguna vez consumía futura bold (siempre aliñada con unas cuantas american typewriting) era de cuerpos inferiores al 24. Obviamente, empezó a desarrollar ciertas preferencias: la baskerville, la gill, la stymie. En cambio, odiaba la blippo y la avantgarde. La times le era indiferente; como una merluza hervida, la definió un día, pero enseguida pensó que (cuando todavía se alimentaba convencionalmente) a veces había agradecido una buena merluza hervida o hecha, sencillamente, al vapor. Así pues, se hizo imprimir textos en times, sobre papeles diferentes: martelés azules y verdes, couchés rosados, biblias amarillentos. Por el mismo sistema, la venus fina, que hasta entonces le había parecido aburridísima, se convirtió (impresa en cuerpo 38 y tinta verde oscura sobre un satinado turquesa) en uno de sus platos predilectos. Más tarde llegó la cuestión de los vinos: ¿qué había que beber con cada tipo de letra? Esto le llevó a una larga temporada de pruebas: a veces fallidas, a menudo logradas. Le pareció que, con las helvéticas, cuadraban perfectamente los borgoñas, los barolos, los chiantis, los cabernets, los de la Rioja y los prioratos. Con las futuras (tanto las gruesas como las delgadas) ligaban excelentemente los alsacianos o bien un buen moriles. Y, en general, con todas las sans serif, los ribeiros, los penedes, los valdepeñas, los sylvaners, los rieslings, los sancerres, los chablis. Con las avec serif resultaban excelentes los del Bages, los grandes burdeos (como el Cháteau-Latour, el Cháteau-Margaux o el Saint-Émilion), algunos borgoñas o los de Tuciela y El ciego. Al cabo de dos meses, devoraba periódicos, revistas, prospectos farmacéuticos, libros, cajas ligeras de cartón y pequeños rótulos luminosos que poco a poco fueron aumentando de volumen; y una cena no era una cena como ... debido si no incluía algún volumen de la Enciclopedia y alguna letra de tubo de neón. Compró grandes cantidades de letraset. De noche, entraba en las imprentas y devoraba los los caracteres que podía. Suplantaba a los linotipistas y tragaba las barras de plomo tal como iban saliendo de la máquina. Descubrió las excelencias gastronómicas del alfabeto griego (que fueron compensando la primera impresión y la pesadez que le produjeron), el placer del cirílico, el sabor exótico de los signos chinos, las diferencias entre el tailandés y el camboyano, la grasa del árabe. Devoraba abecedarios como quien respira. Lo único que le faltaba en este mundo era tiempo, porque había conseguido la felicidad por el camino de la literofagia; el día, la noche, la vida entera, tenían un objetivo único: probar nuevos caracteres. Si viajaba, lo hacía para conocer variantes de los tipos usuales de letras. Visitaba fundiciones tipográficas como otros visitan cavas de champán o fábricas de cerveza, y era la persona más feliz sobre la superficie del planeta si entre los dedos (y en las mandíbulas) le caía alguna letra nueva, fresca, recién diseñada. Visitaba a los grafistas, y los ayudaba a introducir variantes en diseños ya conocidos. Los había que le tomaban por loco, pero a la larga se daban cuenta de que sus consejos eran útiles, acertados, que perfeccionaban aquella forma un poco destartalada que nadie había sabido resolver. En consecuencia le dejaban hablar, e incluso, cuando no acertaban con la solución, le reclamaban antes de introducir un nuevo tipo el mercado: para que diese su beneplácito. Era él quien, con una sonrisa en los labios, daba los últimos consejos harían que aquel nuevo tipo fuese deseable, tanto desde el punto de vista tipográfico como desde el gastronómico.
¡Sin embargo, la volubilidad! Tres años después, las letras empezaron a hartarlo de forma irreversible. Unos meses más tarde ya le asqueaban. Afortunadamente, por aquella misma época empezó a desarrollar un progresivo interés por los barcos en miniatura.